Notas: Un promt hecho por Marbius.
Jörg se ha despedido deseándole a los gemelos una feliz noche de brujas y prometiéndole que en su próxima visita traería más del pastel de calabaza que habían comido de postre en el almuerzo.
Era el último día de Octubre, treinta y
uno como marcaba el calendario colgado sobre la puerta del refrigerador. El
único día en que todo Loichste se
llenaba de colores naranjas y negros, donde en ninguna casa faltaban los
adornos alusivos a la tan celebre noche de Halloween
como calabazas en los jardines perforadas en rostros que trataban de atemorizar
o telarañas colgando por el pórtico de las casas intentando un aspecto lúgubre.
Es por eso que Tom y Bill, unos gemelos
de apenas diez años, se están poniendo sus disfraces, procurando que todo este
en su lugar y que no haya ningún tipo de fallo en la vestimenta.
— ¡Bill, encontré tus colmillos! —anunció
Tom, triunfante, alzando en su mano derecha los dientes de plástico.
Bill toma los colmillos, agradeciendo de
paso mientras se pone los dientes en la boca. Encajados los dientes falsos, el
menor corre a buscar su capa.
Bill, quien es el menor de los gemelos,
ha decidido disfrazarse de vampiro o como él decía: El conde Drácula. Y aunque
había tenido muchas opciones e ideas para escoger un disfraz decente y aterrador,
toda y cada una de las posibilidades fueron descartadas porque Bill quería algo
que le luciera bien, que se le viera perfecto.
Tom, por su lado, se ponía un peluquín
con el cabello alborotado y parado dando un aspecto desordenado al extremo. El
cabello falso era grisáceo. Se acomodó una bata de médico, sucia y con manchas
de sangre, falsas obviamente. Sus pantalones son raídos y simulan ser viejos al
igual que el par de zapatos que trae puestos. Finalmente, se mira al espejo
dando una inspección al disfraz de médico salido de un descuartizadero.
Sonríe dando su aprobación.
Desde la puerta de la habitación, Simone,
la mamá de los gemelos, observa con dedicación como sus hijos terminan de
vestirse hasta que escucha el timbre ser tocado y de inmediato va a atender a
quien sea que está tocando la puerta.
Tom y Bill están muy ilusionados por que
es la primera vez que van a salir a pedir dulces. Sus expectativas son altas y
no quieren que nada salga mal.
Bill, con un empujón suave, aparta a Tom
del espejo. El menor se arregla el cabello, que ahora es negro, desordenándolo
y volviendo a peinar con sus dedos. La capa larga de un satín negro que le
llega a los tobillos, cubre sus hombros. La camisa que trae puesta es blanca
con manchas rojas como si de sangre se tratase, sus labios y barbillas también
salpicadas en rojo.
Escucharon a su madre llamarles desde la
planta baja, anunciando que Andreas ha llegado.
Entre empujones dados en juego y risas,
corren hasta llegar a la sala donde un rubio Andreas vestido de pirata y un
loro de un verde limón posado en su hombro los esperaba sentado sobre un sofá
en el centro de la habitación y hablando con Simone.
—Estamos listos, mamá —Bill hizo un
movimiento con su capa para cubrirse medio rostro—. Regresaremos a las diez,
como prometimos.
Simone le dio a cada niño una bolsa
grande de papel con motivos de Halloween como murciélagos, siluetas de brujas y
calabazas para despedirse de sus hijos y su mejor amigo en la puerta de la
casa, en donde se encontró con unos niños disfrazados que urgieron sus dulces y
canturrearon la celebre frase: “Dulce o truco”.
El recorrido por las calles había
comenzado bien, solo bien por que algunos vecinos se negaban a dar más de cinco
unidades por niño, o inclusive menos. Tom hasta le había gritado una grosería a
una señora de avanzada edad que solo le había dando un chupa chups.
Con las bolsas llenas hasta menos de la
mitad y la luna ya a lo alto del cielo oscuro, decidieron recorrer más lejos,
alejarse de las calles aledañas a sus casas. Pero sin olvidarse de tocar cada
puerta por la que pasaban, extendiendo su bolsa y mostrando una sonrisa
brillante.
Llegando a los fines de la zona
suburbial, los tres menores escucharon risas burlonas detrás de ellos y mofas
sobre sus disfraces. Para luego ver a cuatro chicos, mayores que ellos, que
reconocieron como Andrew y sus seguidores. Unos niños de la escuela que pasaban
sus horas libres molestando a los gemelos y Andreas.
—La nenita de Bill se pinto los labios
—rió un chico alto de cabello castaño oscuro que traía una camiseta a rayas
parecida a la de Freddy Krueger—.
Nenazas.
—Largo, no molesten —defendió Tom.
— ¿Qué harás si no quiero? ¿Eh?
De un salto, Andrew ya estaba delante de
Tom tomándolo de los brazos y torciéndolos para que se ponga de espalda a él. El
mayor apretujaba el brazo haciendo que Tom flaqueara las rodillas y abriera la
boca por el dolor.
Bill, quien trato de ayudar a su hermano
dándole un golpe en la pierna al chico mayor, fue tomado por los hombros y luego sujetado con
brazos como tenazas alrededor de su torso.
En un abrir y cerrar de ojos, los tres
niños eran arrastrados por las calles.
Entre forcejeos, insultos y golpes dejando
mejillas y labios levemente hinchados el grupo de menores llegaron a una casa
en los fines del pueblo. La fachada oscurecida y opaca por el desgasto del
tiempo y el sol, las ventanas con los vidrios rotos y el jardín con las plantas
secas y arboles frondosos que a simple vista urgían un podado hacían que la
casa luciera escalofriante.
Fueron llevados hacia la parte trasera, con
un jardín de tierra por la falta de los respectivos cuidados hacia la vegetación, con basura desperdigada y
vidrios por doquier.
Con fuertes empujones uno de los chicos,
que respondía al nombre de Luca, abrió la puerta trasera haciendo que un poco
de polvo callera de las paredes y se sintiera un crujir en la casa. El interior
que se observaba era escabroso, con las paredes deterioradas y todo cubierto
por polvo y telarañas.
—Puta madre —se escuchó maldecir. Llamando la atención de los menores y viendo
como Andreas le mordía parte del brazo a quien lo tenía sujeto y se zafaba con
facilidad, escabulléndose y tratando de halar a uno de los gemelos consigo sin
conseguirlo.
Gritó un “Lo siento” y corrió tan rápido
pudo, alejándose y dejando a los gemelos a la merced de los más grandes.
—Cobarde —chilló Bill.
Los gemelos fueron obligados a entrar en
las penumbras de la casa, siendo soltados pero encerrados en el interior de
esta.
Tom fue el primero en correr hacia la
puerta por donde habían ingresado, aporreando y gritando las
tantas palabras soeces que se sabía. Andrew y sus amigos se carcajearon.
La puerta estaba trabada, lo comprobaron
una vez se calmaron y dejaron de escuchar las risas burlonas del grupo de chicos que de seguro ya se habían
aburrido de esperar a que los Kaulitz
llorasen para pedir que los dejaran salir. Las cerraduras estaban oxidadas
haciendo que sea casi imposible ser abiertas.
Una briza de aire helado caló los huesos
de los menores haciendo que se retorcieran en escalofríos.
—Bill, tengo miedo —admitió Tom,
acercándose hacia su hermano y tomándolo de la mano para no separarse entre la
oscuridad.
La luz que provenía de las ventanas en
la cocina se opacaron dejándolos en completa penumbra, logrando que ambos
gemelos dieran un salto de susto y apegándose más entre ellos.
Tanteando con pasos dubitativos, caminan
buscando a siegas algo, alguna cosa que les indique que hay una salida cerca
porque la oscuridad ya les esta
asustando y no solo eso, sino también el
crujir de la madera que ellos no están produciendo. Que el aire sea helado y
sus pieles se ericen es mala señal, porque afuera, en las calles estaba más
cálido ya que aun es otoño.
Escuchan un jadeo ronco y lastimero
acompañados de golpes en alguna pared cercana. Tom y Bill gritan y corren.
La oscuridad se vuelve menos densa
porque una luz amarillenta ilumina tenuemente un pasadizo que los guía a una
habitación que reconocen como la sala de la casa. Esta igual de vieja que la
fachada y el patio trasero; los cuadros que cuelgan en las paredes están
rasgadas y los marcos apolillados, hay una chimenea sin cenizas pero manchada
de negro hollín. Hay un juego de muebles que rodea una pequeña mesa al que le
falta una pata y alrededor de esta hay vidrios rotos.
—Tomi… —susurró Bill señalando un sofá
por donde se puede ver una cabeza de cabellos grises y enmarañados.
La luz que ilumina la sala titila y se
vuelve más baja, iluminando apenas.
Otro jadeo lastimero se escucha y golpes
se vuelven a repetir, pero ya no en las paredes sino en el suelo como si
hubieran golpeado con un maso.
El cuerpo que está sentado sobre el sofá
se pone de pie y con movimientos lentos les da la cara a los gemelos quienes gritan y
no saben en donde esconderse.
Al parecer es un hombre con la piel
pegada a los huesos, sin músculos u órganos internos, con los ojos salidos,
sanguinolentos. Sus ropas están rotas, hechas harapos y se pueden ver huesos y gusanos arrastrase por
la piel putrefacta.
Los gemelos siguen gritando al ver que
aquella cosa avanza hacia ellos.
Cierran los ojos y oyen que algo retumba.
Bill es el primero en abrir los ojos, encontrando oscuridad y que la puerta de la
sala, su salida, esta abierta completamente. Jala a Tom de la mano y corren,
dejando olvidadas las bolsas de caramelos que con esmero habían juntado en el
transcurso de la noche.
No les importa, los caramelos y
chucherías se pueden ir al infierno, ahora solo quieren llegar a casa y
esconderse en la habitación de su madre y hacerle jurar que jamás les dejaría
salir en Halloween.
