martes, 6 de noviembre de 2012

Dulce o espanto [OneShot]


Notas: Un promt hecho por Marbius.


Jörg se ha despedido deseándole a los gemelos una feliz noche de brujas y prometiéndole que en su próxima visita traería más del pastel de calabaza que habían comido de postre en el almuerzo.

Era el último día de Octubre, treinta y uno como marcaba el calendario colgado sobre la puerta del refrigerador. El único día en que todo  Loichste se llenaba de colores naranjas y negros, donde en ninguna casa faltaban los adornos alusivos a la tan celebre noche de Halloween como calabazas en los jardines perforadas en rostros que trataban de atemorizar o telarañas colgando por el pórtico de las casas intentando un aspecto lúgubre.

Es por eso que Tom y Bill, unos gemelos de apenas diez años, se están poniendo sus disfraces, procurando que todo este en su lugar y que no haya ningún tipo de fallo en la vestimenta.

— ¡Bill, encontré tus colmillos! —anunció Tom, triunfante, alzando en su mano derecha los dientes de plástico.

Bill toma los colmillos, agradeciendo de paso mientras se pone los dientes en la boca. Encajados los dientes falsos, el menor corre a buscar su capa.

Bill, quien es el menor de los gemelos, ha decidido disfrazarse de vampiro o como él decía: El conde Drácula. Y aunque había tenido muchas opciones e ideas para escoger un disfraz decente y aterrador, toda y cada una de las posibilidades fueron descartadas porque Bill quería algo que le luciera bien, que se le viera perfecto.

Tom, por su lado, se ponía un peluquín con el cabello alborotado y parado dando un aspecto desordenado al extremo. El cabello falso era grisáceo. Se acomodó una bata de médico, sucia y con manchas de sangre, falsas obviamente. Sus pantalones son raídos y simulan ser viejos al igual que el par de zapatos que trae puestos. Finalmente, se mira al espejo dando una inspección al disfraz de médico salido de un descuartizadero.

Sonríe dando su aprobación.

Desde la puerta de la habitación, Simone, la mamá de los gemelos, observa con dedicación como sus hijos terminan de vestirse hasta que escucha el timbre ser tocado y de inmediato va a atender a quien sea que está tocando la puerta.

Tom y Bill están muy ilusionados por que es la primera vez que van a salir a pedir dulces. Sus expectativas son altas y no quieren que nada salga mal.

Bill, con un empujón suave, aparta a Tom del espejo. El menor se arregla el cabello, que ahora es negro, desordenándolo y volviendo a peinar con sus dedos. La capa larga de un satín negro que le llega a los tobillos, cubre sus hombros. La camisa que trae puesta es blanca con manchas rojas como si de sangre se tratase, sus labios y barbillas también salpicadas en rojo.

Escucharon a su madre llamarles desde la planta baja, anunciando que Andreas ha llegado.

Entre empujones dados en juego y risas, corren hasta llegar a la sala donde un rubio Andreas vestido de pirata y un loro de un verde limón posado en su hombro los esperaba sentado sobre un sofá en el centro de la habitación y hablando con Simone.

—Estamos listos, mamá —Bill hizo un movimiento con su capa para cubrirse medio rostro—. Regresaremos a las diez, como prometimos.

Simone le dio a cada niño una bolsa grande de papel con motivos de Halloween como murciélagos, siluetas de brujas y calabazas para despedirse de sus hijos y su mejor amigo en la puerta de la casa, en donde se encontró con unos niños disfrazados que urgieron sus dulces y canturrearon la celebre frase: “Dulce o truco”.


El recorrido por las calles había comenzado bien, solo bien por que algunos vecinos se negaban a dar más de cinco unidades por niño, o inclusive menos. Tom hasta le había gritado una grosería a una señora de avanzada edad que solo le había dando un chupa chups.


Con las bolsas llenas hasta menos de la mitad y la luna ya a lo alto del cielo oscuro, decidieron recorrer más lejos, alejarse de las calles aledañas a sus casas. Pero sin olvidarse de tocar cada puerta por la que pasaban, extendiendo su bolsa y mostrando una sonrisa brillante.

Llegando a los fines de la zona suburbial, los tres menores escucharon risas burlonas detrás de ellos y mofas sobre sus disfraces. Para luego ver a cuatro chicos, mayores que ellos, que reconocieron como Andrew y sus seguidores. Unos niños de la escuela que pasaban sus horas libres molestando a los gemelos y Andreas.

—La nenita de Bill se pinto los labios —rió un chico alto de cabello castaño oscuro que traía una camiseta a rayas parecida a la de Freddy Krueger—. Nenazas.

—Largo, no molesten —defendió Tom.

— ¿Qué harás si no quiero? ¿Eh?

De un salto, Andrew ya estaba delante de Tom tomándolo de los brazos y torciéndolos para que se ponga de espalda a él. El mayor apretujaba el brazo haciendo que Tom flaqueara las rodillas y abriera la boca por el dolor.

Bill, quien trato de ayudar a su hermano dándole un golpe en la pierna al chico mayor, fue  tomado por los hombros y luego sujetado con brazos como tenazas alrededor de su torso.

En un abrir y cerrar de ojos, los tres niños eran arrastrados por las calles.

Entre forcejeos, insultos y golpes dejando mejillas y labios levemente hinchados el grupo de menores llegaron a una casa en los fines del pueblo. La fachada oscurecida y opaca por el desgasto del tiempo y el sol, las ventanas con los vidrios rotos y el jardín con las plantas secas y arboles frondosos que a simple vista urgían un podado hacían que la casa luciera escalofriante.

Fueron llevados hacia la parte trasera, con un jardín de tierra por la falta de los respectivos cuidados hacia  la vegetación, con basura desperdigada y vidrios  por doquier.

Con fuertes empujones uno de los chicos, que respondía al nombre de Luca, abrió la puerta trasera haciendo que un poco de polvo callera de las paredes y se sintiera un crujir en la casa. El interior que se observaba era escabroso, con las paredes deterioradas y todo cubierto por polvo y telarañas.

—Puta madre —se escuchó maldecir.  Llamando la atención de los menores y viendo como Andreas le mordía parte del brazo a quien lo tenía sujeto y se zafaba con facilidad, escabulléndose y tratando de halar a uno de los gemelos consigo sin conseguirlo.

Gritó un “Lo siento” y corrió tan rápido pudo, alejándose y dejando a los gemelos a la merced de los más grandes.

—Cobarde —chilló Bill.

Los gemelos fueron obligados a entrar en las penumbras de la casa, siendo soltados pero encerrados en el interior de esta.

Tom fue el primero en correr hacia la puerta por donde habían ingresado, aporreando y gritando  las  tantas palabras soeces que se sabía. Andrew y sus amigos se carcajearon.

La puerta estaba trabada, lo comprobaron una vez se calmaron y dejaron de escuchar las risas burlonas del  grupo de chicos que de seguro ya se habían aburrido de esperar a que los  Kaulitz llorasen para pedir que los dejaran salir. Las cerraduras estaban oxidadas haciendo que sea casi imposible ser abiertas.

Una briza de aire helado caló los huesos de los menores haciendo que se retorcieran en escalofríos.

—Bill, tengo miedo —admitió Tom, acercándose hacia su hermano y tomándolo de la mano para no separarse entre la oscuridad.

La luz que provenía de las ventanas en la cocina se opacaron dejándolos en completa penumbra, logrando que ambos gemelos dieran un salto de susto y apegándose más entre ellos.



Tanteando con pasos dubitativos, caminan buscando a siegas algo, alguna cosa que les indique que hay una salida cerca porque  la oscuridad ya les esta asustando y no solo eso, sino  también el crujir de la madera que ellos no están produciendo. Que el aire sea helado y sus pieles se ericen es mala señal, porque afuera, en las calles estaba más cálido ya que aun es otoño.

Escuchan un jadeo ronco y lastimero acompañados de golpes en alguna pared cercana. Tom y Bill gritan y corren.

La oscuridad se vuelve menos densa porque una luz amarillenta ilumina tenuemente un pasadizo que los guía a una habitación que reconocen como la sala de la casa. Esta igual de vieja que la fachada y el patio trasero; los cuadros que cuelgan en las paredes están rasgadas y los marcos apolillados, hay una chimenea sin cenizas pero manchada de negro hollín. Hay un juego de muebles que rodea una pequeña mesa al que le falta una pata y alrededor de esta hay vidrios rotos.

—Tomi… —susurró Bill señalando un sofá por donde se puede ver una cabeza de cabellos grises y enmarañados.

La luz que ilumina la sala titila y se vuelve más baja, iluminando apenas.

Otro jadeo lastimero se escucha y golpes se vuelven a repetir, pero ya no en las paredes sino en el suelo como si hubieran golpeado con un maso.

El cuerpo que está sentado sobre el sofá se pone de pie y con movimientos  lentos  les da la cara a los gemelos quienes gritan y no saben en donde esconderse.

Al parecer es un hombre con la piel pegada a los huesos, sin músculos u órganos internos, con los ojos salidos, sanguinolentos. Sus ropas están rotas, hechas harapos y  se pueden ver huesos y gusanos arrastrase por la piel putrefacta.

Los gemelos siguen gritando al ver que aquella cosa avanza hacia ellos. Cierran los ojos y oyen que algo retumba.

Bill es el primero en  abrir los ojos,  encontrando oscuridad y que la puerta de la sala, su salida, esta abierta completamente. Jala a Tom de la mano y corren, dejando olvidadas las bolsas de caramelos que con esmero habían juntado en el transcurso de la noche.

No les importa, los caramelos y chucherías se pueden ir al infierno, ahora solo quieren llegar a casa y esconderse en la habitación de su madre y hacerle jurar que jamás les dejaría salir en Halloween.


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